lunes, 25 de enero de 2016

El aula: ¿campo de trabajo o campo de batalla?

Os comparto una reflexión que surge al hilo de un curso de formación de profesorado que debemos hacer los profesores en prácticas, concretamente tras la lectura de un artículo de Vaello Ors ("Cómo dar clase a los que no quieren", no tengo más referencia que esta). 

El aula: ¿campo de trabajo o campo de batalla?
Sara S.

Uno de los principales problemas que tiene un profesor primerizo al comenzar su viaje docente es la creación de un buen clima de aula. Cuando estaba ya pronta a comenzar en el mundo de la educación y de la docencia con adolescentes, los consejos que me dieron aquellos viajeros que a su espalda han dejado un camino muy trillado fueron casi todos en la misma línea: la primera impresión es la que cuenta, por lo que es preferible entrar como un profesor estricto, exigente y distante (es decir, ir de “malo”); con el tiempo podrás aflojar e ir relajando el ambiente, pero hacerlo a la inversa es mucho más complicado. 

Este consejo me pareció no solo útil, sino también coherente. He vivido muy de cerca la experiencia de una profesora totalmente carente de autoridad en el aula con un grupo con poca educación y poca disciplina, y desde el primer momento consideré mejorable una actitud suave y benévola con un grupo que, por numeroso y movido, exigía un mayor control del profesor hasta que los chicos aprendieran a controlarse por sí mismos. 

No obstante, si bien esa idea me convenció (con todas las dudas que yo tenía sobre mi capacidad para presentarme como un sargento), el consejo más valioso me lo entregó un día de piscina una profesora a la que nunca he conocido desde esa perspectiva profesional. Me dijo que los alumnos, por encima de muchas otras cosas, lo que más valoran es la coherencia. Por la etapa en la que se encuentran necesitan a un profesor consecuente, que se pliegue a las normas que ha dado y que no cambie de opinión de un día para otro. Que, además, sea consecuente con las recompensas y castigos, y que no ceda una, dos veces, porque entonces se creará un patrón difícil de reconducir y el alumno estará perdido. 

Con estas dos ideas por bandera y con las reflexiones que a lo largo de mi vida como estudiante primero, y como docente después, he ido generando, me planté en el aula de un tercero de la ESO del que sería tutora este año, sin darme cuenta siquiera de que la mayoría de estos chicos habían nacido más allá del “efecto 2000”. O tempora, o mores. 

Creo que muchas de las cosas que plantea Vaello Ors en su artículo LA ESE: un antídoto contra los conflictos dependen en gran medida del carácter de la persona. Por encima de profesores o alumnos, somos personas, cada uno con un carácter, con un bagaje personal y con unas circunstancias que nos diferencian del resto. Siempre tendremos algún deje, algún gusto especial por la forma de dar la clase, alguna manía que se trasluzca en nuestras maneras y que los alumnos detectarán pronto. Pero hemos de intentar superarlo. Hay que trascender a nuestras diferencias y procurar mejorarlas para que el clima en el aula sea el mejor. 

En estos casi seis meses me he dado cuenta de que aquellos dos consejos valen su peso en oro (y más). Si bien a los alumnos les gustan los profes “enrollados” y “majetes”, aprecian infinitamente más un profesor atento, que explique bien y que -¡oh, sorpresa!- sepa mantener el orden en el aula. La disciplina, ese monstruo informe que puebla las pesadillas de los pedagogos, es algo que los alumnos necesitan y que, en ocasiones, hasta llegan a pedir. 

Creo personalmente que los básicos para generar un buen clima en el aula comienzan por el respeto. Un respeto triple: de los alumnos entre ellos, de los alumnos hacia el profesor y, por encima de todo, del profesor por los alumnos. Hemos de recordar que estamos tratando con adolescentes, por lo que no podemos (¡no debemos!) enfrentarnos a ellos como iguales. Tendrán exabruptos políticamente poco correctos, preguntas inadecuadas cuya única finalidad será poner a prueba la paciencia del profesor. [Excursus ad exempla: el primer o el segundo día de clase pregunté a mis alumnos sobre su futuro laboral, el manido “¿qué quieres ser de mayor?”, y, aunque muchos no sabían, fui dando algunas claves sobre qué estudiar a los que lo tenían más o menos claro. Cambiarán de opinión, muchas veces, seguramente, pero no está de más que sepan por dónde encaminar su vida o qué escollos pueden encontrarse en el camino. Uno de estos alumnos me respondió que quería trabajar en un kebab, a lo que la reacción inmediata fue un coro de risas. Para mí, el respeto comienza por tomarse en serio todo lo que dice un alumno, porque eso les enseña a hacerse responsables de sus palabras, para bien y para mal. Así pues, le pregunté educadamente si eso era lo que quería, si su intención era trabajar ahí como cocinero o ser dueño del establecimiento, si quería crear una franquicia o si prefería abrir un restaurante propio… Con el paso del tiempo, he hablado mucho más con este alumno, que cogió confianza conmigo, entre otras cosas, creo, a raíz de que tomase en serio una bravuconada que escondía más de realidad que lo que podía dejarnos ver en esas palabras. ¿Qué habría pasado si me hubiera enfadado y mis palabras hubieran recalcado la tontería de su respuesta?]. Pero a pesar de estas actitudes de los alumnos, debemos recordar que nosotros somos los profesores y ellos los adolescentes, que el aula no es un campo de batalla y nosotros los soldados, sino que es un campo de trabajo colaborativo donde todos debemos sentirnos cómodos. 

Como es natural en un espacio donde las personas trabajan unidas, surgirán problemas de entendimiento o de convivencia, que conviene resolver para evitar males mayores, si bien la respuesta que exijan será diferente en cada caso. Vaello Ors plantea cuatro opciones de actuación ante un conflicto: evitarlo, afrontarlo, atenuarlo o disolverlo. Cada tipo de actuación tiene sus pros y sus contras, y solo la experiencia nos puede decir qué funcionará mejor en una situación u otra. Aun con eso, los básicos para el aula tienen aquí igual aplicación. Hablábamos antes de respeto, también en situaciones de conflicto. Los adolescentes están en una etapa complicada a nivel personal, educativo e incluso físico, y es un momento clave para que empiecen a formar lo que será su personalidad adulta. Deben aprender a afrontar el fracaso, a tolerar la frustración y, sobre todo, a hacerse responsables de sus errores. El respeto a la hora de expresarse e incluso a la hora de emitir una crítica es algo esencial, al igual que debe serlo el compromiso. Un compromiso adquirido entre profesor y alumno desde el primer día, del que el alumno sea consciente y que rija su comportamiento para el futuro. Después de todos estos meses de haber trabajado esta responsabilidad con mis chicos, prácticamente nadie ha culpado a otros de los suspensos, de las faltas, de los partes (que son extremadamente escasos). Quiero pensar que, además, hemos ido poco a poco mejorando y que esto seguirá hacia el futuro. 

Estos chicos me han enseñado muchas cosas. Cosas sobre ellos, sobre la adolescencia, sobre la importancia de recordar que, por encima de estudiantes, son personas, con sueños, con esperanzas, y con problemas que pocas veces podemos imaginar. Pero también cosas sobre mí, sobre cómo ser mejor docente y mejor persona. Afrontar un problema, evitarlo, derivarlo a un momento futuro o incluso ignorarlo son conductas que aprendemos en nuestra vida diaria y que después aplicamos en el aula, pero para hacerlo hemos primero de concienciarnos de que estamos tratando con personas, y no con el enemigo, y que les debemos un respeto que muchas veces se les ha negado. Y siempre, siempre, con ese compromiso adquirido que convertirá nuestra clase en un ambiente cómodo de aprendizaje y asueto en lugar de en un erial sangriento de suspensos y autoestimas destruidas.


Como siempre,
S.

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